jueves, 27 de diciembre de 2018

La historia del Perú bajo sospecha

Jorge Paredes Laos

Algunos hechos de nuestro pasado que no necesariamente son reales o que no sucedieron tal y como nos contaron.
A veces en la historia no todo es lo que parece (o parecía). Muchos acontecimientos o ciertas teorías del pasado comienzan a cambiar tras el hallazgo de nuevas fuentes documentales o producto de investigaciones o interpretaciones contemporáneas. En otros casos, los mitos están tan bien elaborados que pasan por ciertos. Hace poco, el lingüista Rodolfo Cerrón Palomino demostró que el quechua no se originó en el Cusco ni tampoco fue la lengua originaria de los incas, como se pensaba hasta ahora, sino que estos hablaban en realidad una lengua altiplánica —ya extinta— conocida como puquina, y que adoptaron el runa simi en etapas posteriores.

La etnohistoria ha venido a cambiar muchas ideas acerca del Perú prehispánico. Esa hipótesis de que fueron 13 o 14 los incas que gobernaron el Tahuantinsuyo no era tan exacta como parecía. Desde los sesenta, investigadores como María Rostworowski, Franklin Pease y Tom Zuidema demostraron que en la sociedad andina existía una dualidad marcada no solo en lo religioso y social, sino también en lo político. Por ello, no descartaron que pudiera haber existido un correinado en muchos momentos de la historia inca. Más aun —eso creía Zuidema—, los nombres que nos enseñaron en el colegio como Manco Cápac, Sinchi Roca, Lloque Yupanqui, etc. no se referían a personas de carne y hueso, sino a dinastías o tótems que representaban a familias del ayllu real.

 —¿La independencia se dio el 28 de julio de 1821?—
El debate ha sido intenso desde los setenta. Es evidente que en esa fecha José de San Martín pronunció en la Plaza Mayor de Lima la famosa proclama: “El Perú es desde este momento libre e independiente…”, pero la verdad es que esta fue solo una de las tantas declaraciones que hubo en nuestro territorio en aquel tiempo. Nuestra independencia, en realidad, no se produjo en 1821, sino que fue todo un proceso que se inició —aunque no hay un acuerdo cronológico entre los historiadores— en el último tercio del siglo XVIII con las rebeliones indígenas, y tuvo episodios locales como las rebeliones de Tacna de 1811, de Huánuco en 1812 y del Cusco en 1814 y 1815. Esta fase terminó con las batallas de Junín y Ayacucho, en 1824, aunque recién en 1826 se produjo la rendición del último fortín realista, el Real Felipe.

Una de las pinturas más icónicas de la guerra con Chile: Alfonso Ugarte lanzándose del morro. Sin embargo, no hay evidencias de que el héroe haya saltado.

“Lo del 28 de julio fue solo un acto simbólico”, dice la historiadora Claudia Rosas, coeditora del libro El Perú en revolución, que reconstruye esta época de guerras y revoluciones. “En 1821 muchas regiones continuaban bajo el poder español —añade— y no hay que olvidar que después de la llegada de San Martín a Lima, el virrey La Serna se trasladó al Cusco y desde ahí siguió luchando contra los ejércitos independentistas”.
Aunque todos tenemos en la mente la solemne pintura de Juan Lepiani, en la que se ve a San Martín ante una jubilosa multitud, lo cierto es que este hecho no fue tan apoteósico. Además, las primeras proclamaciones no se produjeron en la capital, sino en el norte del país, en la inmensa intendencia de Trujillo, que abarcaba ciudades como Piura, Trujillo, Cajamarca y Maynas, entre diciembre de 1820 y enero de 1821, como explica la historiadora Elizabeth Hernández en la mencionada publicación.

—¿Nuestra bandera surgió a partir de un sueño de San Martín?—
A lo largo del tiempo algunas ficciones han pasado por ciertas, tal vez porque contienen imágenes tan sugerentes que resulta difícil o hasta penoso desmentir. Y resulta idílico creer que nuestra rojiblanca fue ideada por San Martín a partir de un sueño que tuvo en la bahía de Paracas, abanicado por la sombra de una palmera. La verdad es que esto nunca sucedió en la realidad, sino solo es un bello cuento de Abraham Valdelomar. En el relato, el Libertador soñó —ironías del presente— con “un gran país, ordenado, libre, laborioso y patriota”, sobre el que se elevaba una hermosa bandera. Cuando abrió los ojos, una bandada de parihuanas, de pecho blanco y alas rojas, volaba sobre el cielo azul. San Martín no lo pensó más y le dijo a sus generales que esa iba a ser la bandera del Perú.

Como explicó Fred Rohner en su entretenido libro Historia secreta del Perú —acaba de aparecer el segundo volumen—, este relato es lectura obligada en los colegios y la mayoría de profesores —con muy buena fe— ha evitado decir que es una invención literaria. La verdad es mucho más simple. La primera bandera sanmartiniana (la de los colores rojos y blancos en franjas diagonales) fue la adaptación de un emblema colonial muy difundido en el Virreinato que se llamaba la Cruz de Borgoña, el cual se adaptó para las campañas en el Perú.

—¿Fue Simón Bolívar el causante de la desmembración de nuestro territorio?—
Una de las acusaciones históricas que se le hace al libertador venezolano es la de ser el responsable de la mutilación de nuestro territorio debido a sus apetitos políticos y personales. Esto no es del todo cierto. Antes de la llegada de Simón Bolívar al Perú —en setiembre de 1823— el proceso de independencia estaba en punto muerto. Bolívar, con el ejército de la Gran Colombia, revitalizó la guerra contra los fidelistas y realistas, y puso fin a la dominación española. La otra cara de la moneda es que a lo largo de 36 meses se convirtió en el dictador del Perú, e hizo y deshizo en nuestra incipiente república. No solo redactó constituciones a su medida y persiguió hasta la muerte a sus opositores, sino también consolidó la separación del Alto Perú.

Pintura de Lepiani titulada “La respuesta”.
Pero ¿fue el causante de esta desmembración? La historiadora Natalia Sobrevilla dice que no. “La verdad es que estos territorios ya eran autónomos desde 1809, cuando se crearon las juntas de gobierno de Quito, en el norte, y de La Paz y Chuquisaca (actual Sucre), en Bolivia”, explica.
Desde esa época, estas juntas ya buscaban ser autónomas de Lima y también de los virreinatos de Nueva Granada (que después de la Independencia pasó a ser la Gran Colombia) y del Río de la Plata, cuya capital era Buenos Aires. “Culpar a Bolívar de estos hechos es una exageración histórica”, añade la investigadora.

—¿Ramón Castilla fue un liberal que abolió la esclavitud?—
Desde inicios de 1854, Ramón Castilla estaba enfrascado en una guerra civil con el gobierno de José Rufino Echenique, quien en un arrebato de populismo ofreció la libertad a todos los esclavos que se enrolaran en su ejército. Entonces, Castilla, que se había hecho nombrar presidente provisorio, fue más allá: el 3 de diciembre de 1854 anunció la abolición incondicional de la esclavitud en Huancayo. Pero en algún momento estuvo a punto de echarse para atrás y este Diario libró una campaña editorial para que cumpliera su palabra.
Se dice que alrededor de tres mil esclavizados se pasaron al ejército de Castilla y lograron vencer, en Las Palmas, a las tropas de Echenique. 
“No fue un libertador por convicción sino por interés”, dice Natalia Sobrevilla. “Es más, durante su primer gobierno había permitido la importación de esclavos de Nueva Granada. No tenía intención de otorgar la libertad hasta la guerra civil con Echenique”.

El decreto de la manumisión se dio, además, en un tiempo en que los vientos soplaban ya en otra dirección en el mundo. A mediados del siglo XIX, la trata de esclavos era condenada por cada vez más países, y este sistema era un lastre para el naciente capitalismo surgido tras la revolución industrial. En el caso peruano, había un hecho adicional: el boom de la riqueza del guano le permitió al Estado tener los recursos suficientes para pagar a los propietarios por cada esclavo liberado. Esa buena economía fiscal facilitó también la abolición del tributo indígena que Castilla realizó en julio de 1854.

—¿Es verdadera la fotografía de Bolognesi y su estado mayor en Arica?
La historia es harto conocida: las fuerzas chilenas enviaron a un emisario, el mayor Juan de la Cruz Salvo, para pedir la rendición de las tropas peruanas en Arica; frente a ello, el jefe de la guarnición peruana, Francisco Bolognesi, respondió que “pelearía hasta quemar el último cartucho”. Existe una pintura de Juan Lepiani que retrata la escena conocida como “La respuesta”, en la que se ve al anciano militar con su estado mayor. Lo sorprendente es que en la década de 1990 —más de cien años después— comenzó a circular una fotografía en la que se veía a Bolognesi y los mandos de Arica en aquel histórico momento. La imagen fue hallada en Tacna y ofrecida a este Diario, pero se puso en duda su autenticidad. Se dice que Genaro Delgado Parker la adquirió luego y la mandó restaurar en los estudios Kodak, en Estados Unidos, donde le aseguraron que pertenecía al siglo XIX, y que no se trataba de ningún montaje.

Sin embargo, la duda persiste entre los especialistas, como el historiador argentino Julio Luqui-Lagleyze: algunos detalles —botones, botas, espadas— no corresponden a los usados por los peruanos en Arica, y como infiere la historiadora Sobrevilla se trataría más bien de la foto de una representación teatral realizada hacia fines de la década de 1890.

La supuesta fotografía del momento retratado en la pintura, que empezó a circular en los años 90. Se sospecha que se trata de una representación teatral.
Un especialista en la fotografía de la Guerra del Pacífico, Renzo Babilonia, sostiene que, sin entrar en polémicas, la imagen es sospechosa. Sobre todo porque los rostros de los retratados no se parecen a las fotografías de la época tomadas por Courret ni tampoco a los del cuadro de Lepiani, quien era muy realista al pintar a sus personajes. “Pero, a favor de una supuesta autenticidad de la foto —afirma Babilonia—, te puedo decir que en el tiempo de la guerra sí había un estudio fotográfico en Arica, el Rodrigo. Ahí se tomaron fotos muchos de los combatientes”.

—¿Un militante aprista asesinó a Sánchez Cerro?—
Para unos, incómodo; para otros, insoportable. Esa era, para un fuerte sector del país, la situación del presidente Luis M. Sánchez Cerro la mañana del domingo 30 de abril de 1932, cuando un joven de filiación aprista, Abelardo Mendoza Leyva, apretó el gatillo de su Browning y cometió el último magnicidio de nuestra historia republicana. El escenario fue el hipódromo de Santa Beatriz, donde el entonces presidente terminaba de pasar revista a unos 30 000 efectivos dispuestos a ir a la frontera con Colombia y recuperar Leticia.

El último tramo de la vida política de Sánchez Cerro fue tormentoso. Había derrocado a Leguía y, en 1931, liderando la Unión Revolucionaria (partido de gran arraigo popular), venció a Haya de la Torre, jefe del otro movimiento de masas, el APRA. Un país polarizado vio cómo los seguidores de Haya denunciaban fraude electoral. Se desató la violencia política, una virtual guerra civil que tuvo su punto más dramático en la Revolución aprista de Trujillo, en 1932.
Nunca pudo comprobarse la responsabilidad de la cúpula aprista con el asesinato. Justamente, acaba de aparecer el libro Como matar a un presidente, de Rolando Rojas, en el que se detallan los pormenores del magnicidio de Sánchez Cerro y las pesquisas posteriores que, aunque concluyeron que se trataba de un complot, no pudieron encontrar responsables más allá del propio Mendoza Leyva. Se detuvo a 19 sospechosos, la mayoría personas humildes vinculadas con la militancia aprista, a quienes se sometió a interrogatorios que no condujeron a nada. Sin embargo, el informe final fue claro: “El perito de balística declaró que fueron por lo menos cuatro personas las que dispararon sobre el auto del presidente: “Es imposible que una persona o dos disparen de atrás, de adelante y de arriba”, precisa el documento.
¿Quién o quiénes dispararon contra Sánchez Cerro? Uno de nuestros misterios históricos.
Lo evidente es que el temor a que Sánchez Cerro pudiera articular un partido que lograra tener más éxito con las masas empujó al asesino, o a quienes lo instigaron, al crimen. La oligarquía, por su lado, ya no veía a Sánchez Cerro como garante del orden, sino más bien incapaz de controlar al APRA y resuelto a empujar al país a un conflicto internacional. Se habló de la complicidad de Estados Unidos, receloso de que se removiera el asunto de Leticia, ya zanjado en favor de Colombia. Basadre mismo dejó abierto el caso con estas palabras: “Si el automóvil presidencial fue blanco de ocho disparos hechos por varias manos, o sea si hubo un complot como afirmó perentoriamente la sentencia, no hay modo de encontrar hoy una comprobación”. 
[Juan Luis Orrego]

CUATRO MITOS DE LA GUERRA DEL PACÍFICO

La muerte de Francisco Bolognesi 
Existe la versión de que Francisco Bolognesi y unos pocos sobrevivientes, cuando casi concluía la batalla de Arica, el 7 de junio de 1880, se rindieron en el morro alzando una bandera blanca, considerando que habían dado todo por la defensa de la patria. Sin embargo, el corresponsal del diario chileno El Mercurio publicó, dos días después de la batalla, lo siguiente: “Solo More y Bolognesi continuaron haciendo fuego con su revólver hasta que un soldado tendió muerto instantáneamente a este de un balazo que le atravesó el cráneo”. Este testimonio, similar al de Roque Sáenz Peña, demostraría que Bolognesi murió combatiendo. 

Bolivia nos abandonó 
Es verdad que tras la derrota aliada en Tacna, el 26 de mayo de 1880, los restos del ejército boliviano volvieron a su país y no entraron más en combate. Lo que no se contempla es que dicha batalla prácticamente acabó con dicho ejército. Desde entonces, Narciso Campero —presidente de Bolivia— se trasladó a Oruro para formar uno nuevo. Mientras tanto, Bolivia continuó apoyando al Perú con armas y recursos económicos. Es más, durante 1882-1883, el canciller chileno Luis Aldunate escribió a su homólogo boliviano Antonio Quijarro hasta en cinco oportunidades para ofrecerle Tacna y Arica a cambio de pasarse al bando chileno. Bolivia rechazó siempre estas ofertas y mantuvo su alianza con el Perú.

La muerte de Alfonso Ugarte 
Alfonso Ugarte se encontraba entre el grupo de oficiales que resistieron sin tregua en el morro de Arica hasta el final de la batalla. Su salto a la muerte en el morro, montado sobre su caballo blanco y blandiendo el pabellón nacional, es, en términos narrativos, muy propio del romanticismo literario que ha influido notablemente en los relatos épico-históricos de las naciones. Alfonso Ugarte sí murió en el morro y parte de sus restos fueron recuperados al pie del mismo y sepultados en el cementerio de Arica. Según el historiador Rubén Vargas Ugarte, en 1890, se exhumaron sus restos para ser repatriados. Estos cuentan además con la partida de defunción firmada por el vicario de Arica José Diego Chávez, y hoy descansan en la Cripta de los Héroes del cementerio Presbítero Maestro, junto con los de Grau, Bolognesi y Cáceres. 

Arequipa se rindió sin disparar una bala 
El 28 de octubre de 1883, el ejército chileno ingresó a Arequipa sin encontrar resistencia, pero las razones de esta situación son complejas. Ahí se instaló la sede del gobierno peruano de Lizardo Montero, quien, ante la cercanía de las fuerzas chilenas, acordó con Narciso Campero retirar las fuerzas nacionales hasta Puno, para allí sumarse a las bolivianas y continuar la resistencia. Montero cometió el error de refrendar en el pueblo la retirada del ejército de Arequipa a Puno. Esto motivó un levantamiento de la ciudadanía que mayoritariamente se inclinaba por dar batalla. En la algarada se dispersó el ejército, Montero logró escapar de la turba por una torrentera, y el alcalde Diego Butrón fue asesinado por apoyar el plan de retirada. Tras estos eventos, con la ciudad acéfala y desarmada, se produjo la ocupación ‘pacífica’ de Arequipa. 

[Daniel Parodi, docente de la UL y la PUCP]


lunes, 10 de diciembre de 2018

¿Por qué el Perú se llama Perú?

El Perú tiene una historia milenaria. Pero su nombre no. No sabemos cómo llamaban a sus tierras los habitantes de Caral, los moche, los nazca o los wari. Sólo sabemos que los incas, herederos de todos ellos, se vanagloriaban de gobernar sobre "las cuatro partes del mundo" (Tahuantinsuyo). Los arqueólogos y los historiadores no se hacen problemas con eso y prefieren decir "Antiguo Perú" o hablar de la región cultural de los "Andes Centrales" para referirse a nuestro territorio antes de la conquista europea. Pero todos esos son nombres nuevos para llamar a algo que es muy antiguo.


Entonces ¿de dónde sale el nombre Perú? Su historia, que vamos a tratar de resumir aquí, tiene que ver, primero que nada, con un rumor, luego con un líder guerrero caído en desgracia y finalmente con un conquistador que arañó la gloria pero al que la fortuna no le sonrió. 

Los rumores

Esta historia empieza en 1513. Para los europeos América era la gran novedad pero también la gran desconocida. El Caribe ya había revelado sus islas y los conquistadores apenas habían peinado las costas de Centroamérica y del norte de Sudamérica. No sabían si era un continente grande o pequeño y los mapas, con muchos errores, recién empezaban a hacerse. Este detalle es importante para lo que queremos contar. Miren la siguiente imagen: A la izquierda hay un mapa dibujado, precisamente, en 1513. Al lado hay un mapa actual. Noten que los europeos no tenían idea de la forma de América. Hay un rótulo grande donde se lee "Terra incognita", es decir, tierra desconocida. Nadie sabía que al otro lado estaba el Océano Pacífico. México aun no se había explorado y mucho menos el Perú.
Pero a esta "terra incognita" ya le ponían nombres. El más común era "Tierra Firme". Ahí, a orillas del Caribe, en la actual frontera de Panamá y Colombia, fue donde los españoles fundaron su primer asentamiento permanente: Santa María de la Antigua. El día a día en esa "ciudad" era difícil. Los españoles no estaban acostumbrados a los rigores del clima tropical (es una de las regiones más húmedas del planeta) y la mitad de los recién llegados enfermaba y moría producto de extrañas enfermedades. Para colmo los nativos eran hostiles... aunque por supuesto tenían sobradas razones para serlo, porque los invasores europeos eran aficionados a saquear sus aldeas, a probar en ellos sus extrañas y poderosas armas e incluso a lanzarles encima a los famosos "perros de guerra". Un día, en 1513, una tropilla de exploradores españoles estaba saqueando un pueblo nativo al norte de Santa María. En el botín había unas pocas piezas de oro y eso generó algunas peleas entre los conquistadores. Fue entonces cuando el hijo del líder de la aldea, Panquiaco, les dijo lo siguiente: 

"Si tienen tantas ganas de oro, yo les mostraré una región donde podrán cumplir vuestro deseo; pero ustedes son muy pocos y necesitarán ser más, porque tendrán que luchar contra grandes reyes que con mucho esfuerzo y rigor defienden sus tierras"

Panquiaco les explicó que para ir a esa región debían llegar primero a un mar "donde navegan otras gentes con barcos de velas y remos".

 ¿Otro mar?, se preguntaron los españoles, que hasta ese momento no habían visto en el Nuevo Mundo otro mar que el Caribe. El líder del escuadrón, Vasco Nuñez de Balboa, siguió las indicaciones que le dieron los nativos y, luego de varios días de camino y de trepar una cordillera de tupida vegetación, divisó el mar prometido. Que se sepa, fueron los primeros europeos en ver el Oceáno Pacífico. Un detalle relevante de esta historia es que en el grupo de Balboa estaba un experimentado soldado llamado Francisco Pizarro.

Algunos meses después, mientras exploraba el litoral del "nuevo mar", Balboa escuchó de boca de otro cacique que siguiendo la línea de costa hacia el sur "había grande cantidad de oro y ciertos animales sobre el que la gente ponía sus cargas". El cacique Tumaco hizo una figura con barro para mostrarles cómo era el aspecto de esos animales. Fue la primera representación de una llama que vieron los conquistadores. Desde luego  que en Panamá no había llamas, así que los historiadores suponen que Tumaco y su gente debían conocerlas por los comerciantes que venían en balsas de velas (desde Ecuador, Tumbes o incluso desde la región peruana de Chincha) a intercambiar productos con los centroamericanos. La arqueología ha encontrado muchas evidencias de esos intercambios. A Balboa se le encendió el deseo de seguir explorando y conquistar el misterioso país del sur, pero sus propios problemas políticos con las autoridades coloniales interrumpieron su búsqueda... y su vida (fue enjuiciado y decapitado).

El guerrero legendario

Pero su descubrimiento tuvo muchos frutos: Un año después el entusiasmo de los españoles por explorar la región se había multiplicado, aunque resultaba muy difícil andar por la selva, especialmente la que había más al sur, que hasta el día de hoy se conoce como "El Tapón del Darién". Es tan impenetrable y hostil que ni siquiera en nuestro siglo se ha podido construir un camino que la atraviese (El Darién es, justamente, el único tramo faltante de la Carretera Panamericana). 

Mapa de 1635 mostrando el litoral de lo que entonces era considerado el Perú (el norte está a la izquierda). Incluía las actuales repúblicas de Ecuador y Bolivia. Fue realizado por el holandés Willem Bleau.
En una de esas exploraciones, el capitán Francisco Becerra, recibió una nueva pieza del rompecabezas del nombre del Perú: Los nativos le hablaron de un cacique guerrero llamado Birú, muy poderoso y temido,  que regía una provincia del mismo nombre. Becerra avanzó en búsqueda del cacique pero lo desanimaron los pantanos, las nubes de mosquitos y los laberintos de la vegetación. Luego de saquear algunos villorios indígenas y obtener un gran botín, dio media vuelta y regresó a Santa María de la Antigua.

En el camino de regreso se cruzó con otra expedición, dirigida por el capitán Gaspar de Morales, a quien le contó ese asunto del Birú. Morales tomó la posta y anduvo durante una corta temporada por el sur de la actual república de Panamá pasando por varias aventuras, entre las cuales se incluye una supuesta irrupción a las tierras de Birú. La crónica de Bartolomé de Las Casas (quien cuenta esta expedición) no es muy explícita sobre la ubicación geográfica de ese poblado, pero los historiadoes actuales no creen que fuera el del verdadero cacique Birú. Hubo una batalla sin triunfador y Morales dio medio vuelta para regresar a Santa María, con su tropa casi deshecha. A los vecinos de la ciudad les quedó claro que buscar al misterioso cacique era meterse en problemas innecesarios. 

La curiosidad del vasco

Pasaron algunos años y no se supo más del esquivo cacique. Asuntos más importantes ocupaban ahora la atención de los colonos españoles: Abandonaron la ciudad de Santa María de la Antigua, a orillas del Caribe, para fundar una nueva ciudad, Panamá, a orillas del Pacífico recién "descubierto". Desde ahí enviaron expediciones hacia el norte, donde las selvas eran menos crueles que las del sur y donde los saqueos daban buenas ganancias. Es en ese contexto cuando, en 1523, entra a nuestra historia un vasco llamado Pascual de Andagoya. El gobernador de Panamá le pidió que visite, en misión de paz, a los indios aliados de los españoles que vivían al sur de la nueva ciudad porque Andagoya tenia una rara habilidad para entenderse con los nativos. Cuando llegó al poblado de Chochama, notó que los indios no querían navegar porque, decían, era la temporada en que las canoas de un tal "Cacique Birú" pasaban por ahí para atacar el pueblo. ¡Otra vez el dichoso nombre! ¿Podía ser una coincidencia? Andagoya, como todos los colonos de Tierra Firme, conocía de sobra las leyendas sobre el tal Birú y el fracaso de los que antes quisieron dar con él. Pero decidió probar suerte usando una estrategia distinta: Ir por la playa, todo lo que se pueda hasta el sur, para evitar perderse en la jungla. Y así, aprovechando que estaba en buenas migas con los chochameños, improvisó una expedición con sus soldados y con hombres de Chochama, para ir a averiguar, de una vez por todas, si el Birú ese existía o no. 

La expedición avanzó hacia el sur durante una semana, sin incidentes. Dos pequeños barcos los escoltaron por mar. Ningún europeo había andado hasta entonces por esas regiones. Luego llegaron a la desembocadura de un río que, por lo que pudo saber, llevaba al corazón de las tierras de Birú. Y lo encontró. No era una leyenda sino un personaje de carne y hueso, una especie de Señor de la Guerra, que gobernaba sobre varios poblados en lo que hoy es la provincia del Chocó en Colombia. Hubo batallas e incluso un asedio a una pequeña fortaleza, pero finalmente las armas españolas y sus tácticas de batalla, desconocidas por los indígenas, le dieron la victoria a Andagoya. Encontró algo de oro y trató de entenderse con el jefe guerrero, a quien había capturado. 

El cacique (que supuestamente se hizo su amigo) le dijo que, más allá, donde las selvas se acaban y se alzan grandes montañas, había un país lleno de tesoros gobernado por un rey muy poderoso. El conquistador debió decir algo como "bueno, ya estamos aquí, sigamos" y armó una nueva expedición con sus soldados, los chochameños y con los hombres de Birú con la intención de "descubrir" el fabuloso reino del sur, el mismo que Balboa soñó conquistar.

El fracaso

El reino del que le hablaban no era un mito. Allá en los Andes Centrales gobernaba un hombre, Huayna Cápac, que era el monarca más poderoso que jamás existió en la América Precolombina. El Inca extendía su poder desde la región central de Chile y el noroeste de Argentina hasta la sierra de Pasto, en Colombia. Pero las tierras del cacique Birú estaban muy lejos de los dominios incas y separados de ellos por esas selvas lluviosas que no eran del gusto de los Hijos del Sol. Entonces ¿cómo sabía Birú acerca de los incas? Gracias a la comunicación comercial que existía entre ambas zonas geográficas. Atravesando el Pacífico sudamericano los mercaderes llevaban al menos veinte siglos intercambiando productos. Por ejemplo, los textiles de los Andes Centrales eran muy valorados en el norte. Y las conchas de varios moluscos (spondylus, strombus) de los mares tropicales eran usadas por los antiguos peruanos para sus rituales religiosos.

Andagoya, el Cacique Birú y los demás, llegaron hasta el Río San Juan (Colombia). El conquistador, personalmente, recorrió con detalle el amplio delta del río, buscando un lugar que fuera adecuado para servir como puerto a barcos de gran calado. Y es que el vasco estaba pensando en grande: Era consciente de que estaba muy lejos de Panamá y si su aventura tenía éxito necesitaría encontrar un sitio para que navíos con más gente y recursos pudieran venir a ayudarlo. Pero entonces tuvo un accidente con unas rocas, se golpeó, cayó de la canoa en la que estaba y, arrastrado por el peso de su armadura, estuvo a punto de ahogarse. Ahí hubiera acabado su historia si es que el mismísimo cacique Birú no le hubiera salvado la vida. Luego de estar varias horas encaramado sobre la canoa, golpeado y empapado, mientras esperaba que vinieran a recogerlos, Andagoya enfermó y sus hombres decidieron abortar la misión y retornar a Panamá. 

El nombre

A pesar de su fracaso, Andagoya llegó a Panamá con una historia increíble, cierta cantidad de oro y un acompañante inesperado: El legendario Cacique Birú en persona. Las leyes españolas estipulaban que el conquistador podía conservar su botín pero luego de pagar el impuesto correspondiente: El quinto real, es decir, el 20% de todo lo que había "ganado". Durante el trámite, realizado en la Casa de Fundición de Panamá, se redactó un documento que daba cuenta del tesoro y que es muy importante para nuestra historia. En este documento se dice lo siguiente:
 "En la dicha ciudad de Panamá, en la dicha Casa de Fundición, a 23 de julio de 1523, en presencia de los dichos oficiales, trajeron a manifestar, Pascual de Andagoya, que fue a la provincia del Perú, y Juan García Montenegro, que fue por Veedor, cierto oro que dijeron lo había habido el dicho viaje del Perú"
Es la primera vez en la historia que la palabra Perú se escribía para referirse a un lugar, "una provincia". Eso demuestra que ya en 1523 se le llamaba Perú a la región en donde estuvo Andagoya, Pero ¿de dónde salió ese nombre? La palabra más parecida que hemos visto hasta ahora es el nombre del cacique. ¿Tiene algo que ver? Por supuesto. La explicación puede encontrarse en un texto posterior del padre Las Casas (1549):
"Y deste nombre Birú, dijeron que llamaron los españoles después a la tierra del Perú, mutando la letra "b" en la "p" letra"
Y el mismo Pascual de Andagoya explica el asunto en su crónica:
"Descubrí, conquisté y pacifiqué una gran provincia de Señores que se llama el Perú, donde tomó nombre todo la tierra delante"
Y en efecto, desde entonces, todo lo que estaba al sur de Panamá se llamó Perú. Casi podríamos decir que, durante algunos años, esa palabra, que no era otra cosa que el nombre mal pronunciado de un cacique colombiano, fue el nombre de todo un continente por explorar. Un buen sinónimo de "terra incognita".

Los antiguos peruanos y ecuatorianos navegaban en balsas con velas a lo largo del litoral del Pacífico para intercambiar productos con otras regiones, desde Chile hasta el norte de Colombia. Fue gracias a lo que esos comerciantes traficaban que los conquistadores españoles supieron de la existencia del Imperio Inca. En la imagen, una balsa de Guayaquil tal como lo vieron los viajeros españoles Ulloa y Juan en el siglo XVIII. Aunque había pasado ya dos siglos desde la conquista, la apariencia de estos navíos era la misma que describieron los conquistadores. Sólo la bandera parece ser un elemento "moderno".  (Imagen: Wikimedia Commons)
El tamaño del Perú

Andagoya no estaba en condiciones de volver a montar a caballo y, por lo tanto , de intentar una nueva aventura así que el "puesto" de conquistador del Perú quedó vacante. Los vecinos de Panamá comentaron su viaje como una curiosidad, pero estaban más interesados en lo que ocurría al norte, es decir, en la conquista de Nicaragua, una empresa más segura y lucrativa que la exploración de las tierras australes. Fue entonces cuando un veterano que había servido con Balboa el día en que Panquiaco les habló del nuevo mar, vio que el círculo se cerraba frente a él. Naturalmente hablamos de Francisco Pizarro quien, un año después del retorno de Andagoya, decidió organizar la conquista del misterioso país austral. No vamos a contar aquí sus aventuras que, como todos sabemos, eclipsaron definitivamente la historia del vasco. Sólo diremos que en el curso de los años siguientes Pizarro haría tres viajes al sur, seria nombrado Gobernador del Perú, se toparía con un imperio sumido en la guerra civil, capturaría al sucesor de Huayna Cápac en la ciudad inca de Cajamarca y, haciendo uso de un raro talento para la política andina, haría alianzas con todos los enemigos de los cusqueños (huancas, chachapoyas, cañaris, tallanes, huaylas) para hacerse con el poder absoluto en los Andes Centrales.

Paro cuando Pizarro murió en 1541, los "límites", tan difusos y amplios del Perú que "descubrió" Andagoya, se habían redefinido. El cronista español Pedro Cieza de León explicó que a mediados del siglo XVI, lo que se conocía como "Perú" abarcaba desde Quito (Ecuador) hasta la villa de Plata (La actual ciudad de Sucre, en Bolivia). Pero no incluía la tierra que Andagoya había visitado. Es decir, el Perú de Andagoya quedó fuera del Perú histórico. 


El destino de los nombradores

¿Y qué pasó con él y con Birú? Sobre este último sólo sabemos que fue llevado a Panamá para que se declarara vasallo del rey de España. Pero ignoramos si regresó a su tierra, si se quedó en Centroamérica o si tuvo una vida larga o no. Desgraciadamente el destino de los vencidos lo escriben los vencedores, siempre de manera dudosa y en los márgenes de la historia.

En cuanto a Andagoya, luego de una larga convalecencia, se recuperó de sus heridas y tuvo otras correrías en Centroamérica, llegando incluso a ser alcalde de Panamá, donde escribió una crónica acerca de su aventura con el cacique Birú. Pero no debió ser fácil para él ver con sus propios ojos los cargamentos de tesoros que llegaban a la ciudad procedentes del país de los incas. Debió también oír todo tipo de historias increíbles, acerca de los caminos empedrados que cruzaban las montañas peruanas y de sus palacios tapizados con planchas de oro. Pero se sobrepuso y volvió a las andadas. Regresó a la zona colombiana que había descubierto y al mismo río San Juan donde alguna vez había caído buscando un puerto natural. Esta vez lo encontró y lo hizo ciudad. Hasta hoy existe y se llama Buenaventura. Pero el entusiasmo le ganó, quiso conquistar más territorios y pronto se vio envuelto en un conflicto de límites con otro español  (Benalcázar, uno de los hombres de Pizarro que, desde Quito, estaba conquistando el sur de Colombia) y aunque salió bien librado de esos problemas, tuvo que viajar a España a dar explicaciones. Una vez en su patria encontró una nueva excusa para ir al Perú, pero esta vez al de verdad.

Y es que las noticias que llegaban a la corte española hablaban de las insurrecciones de los sucesores de Pizarro y hasta de sus deseos de independizarse de España. La corona reaccionó enérgicamente organizando una expedición militar al mando de Pedro de La Gasca para castigar a los rebeldes. Nuestro personaje se enroló con los pacificadores y marchó hacia el Perú como capitán de La Gasca. Fue así como, con más de dos décadas de retraso, el vasco siguió las huellas de Pizarro, desembarcando en Tumbes, conociendo Cajamarca (donde había caído el Inca) y recorriendo esos grandes caminos empedrados de los que había escuchado. Llegó por fin al Cusco y pudo ver los famosos templos de piedra, ya medio derruídos y sin sus planchas doradas, donde se hizo una idea clara de lo que se había perdido. Pero, aunque tarde, había llegado y su misión, esta vez, fue un éxito: Los rebeldes fueron derrotados. ¿Qué habría pasado en ese momento por la mente del conquistador? Acaso se sentía reconciliado con su destino y preparado  para reclamar algo de la gloria que 25 años atrás había cedido. Nunca lo sabremos porque sobre esta etapa de su vida no llegó a escribir. Las pocas informaciones disponibles indican que luego de cumplir algunas misiones en el Alto Perú (Bolivia) y regresar a Cusco, su salud, otra vez, arruinó sus proyectos. En el año de 1548, viejas heridas recrudecieron y terminaron con el tiempo de Pascual de Andagoya, en el centro del país que hoy le debe su nombre. 


Fuentes

El primer historiador que se ocupa seriamente de este tema es Raúl Porras Barrenechea. Él "limpia" el panorama, eliminando una multitud de especulaciones que cronistas y estudiosos hicieron desde el siglo XVI sobre el nombre del Perú. Porras descarta, con argumentos contundentes, las sugerencias de que "Perú" derivaba de alguna palabra caribe o antillana, o del quechua (como sugería el cronista Blas Valera), o de alguna palabra bíblica (como el de la legendaria ciudad "Ofir" como aseguraba el cronista Fernando de Montesinos); desestima el antiguo debate sobre un río Birú (que defendían cronistas como Oviedo y Garcilaso pero que descartaba Cieza) o las versiones que sugerían que el nombre derive del valle mochica de Virú, conocido por los españoles muchísimo después de que la palabra fuera usada por éstos. Es Porras quien demuestra que la clave del asunto es Pascual de Andagoya, aunque advierte que éste exagera sus acciones en su crónica. Sobre los hallazgos de este gran historiador recomendamos el siguiente resumen de su famoso trabajo "El Nombre del Perú", publicado en línea por el Instituto de investigación que lleva su nombre (Clic aquí)

Pero Porras no tenía toda la información. Él ignoraba un documento que fue descubierto por el historiador Miguel Marticorena Estrada en el Archivo General de Indias (el documento que hemos mencionado en este artículo) y que fue publicado en el texto "El Vasco Pascual de Andagoya, inventor del nombre del Perú", en la desaparecida revista Cielo Abierto, en Lima, en 1979. Este papel confirma el rol "denominador" de Andagoya.
Uno de los mejores compiladores contemporáneos de la información aquí presentada fue el historiador José Antonio del Busto. quien reconstruye el itinerario de Andagoya y hace su propia limpieza de lo que es verosímil y lo que no en los reportes sobre el cacique Birú. Lo hizo en el tomo II de "Historia marítima del Peru",  desde la perspectiva del nombre de nuestro país en "La Conquista" (Tomo III de la "Historia General del Perú", Lima, 1994) y desde la perspectiva del conquistador del Perú en su imprescindible obra "Pizarro" (Ediciones Copé, Lima, 2000).
En cuanto a lo que escribió el propio Andagoya mencionaremos el nombre de su crónica: "La relación de los sucesos de Pedrarias Dávila en las provincias de Tierra Firme o Castilla del Oro, y de lo ocurrido en el descubrimiento de la mar del Sur y costas del Perú y Nicaragua". En ella cuenta cuenta todo lo que sabe sobre la fundación de Santa María y Panamá, las aventuras de Balboa y su propio encuentro con el cacique Birú. 
Fray Bartolomé de las Casas compiló parte de las historias de Balboa, Andagoya, Becerra y Morales en su monumental Historia de las Indias, terminada en 1549. Él también menciona al cacique Birú y sugiere que Morales se encontró con él, sin poder derrotarlo. 


Un artículo de Pablo Ignacio Chacón





lunes, 24 de septiembre de 2018

Manuel Arturo Odría: El dictador afortunado

El general Manuel A. Odría tiene el honor de estar enterrado en la catedral de Santa Ana de Tarma, muy cerca del altar mayor. Debe ser, quizá, el único dictador latinoamericano, al menos del siglo XX, que goza de ese privilegio póstumo. El pueblo tarmeño le agradeció así a su hijo predilecto quien, siendo presidente, les dejó un hospital, un par de grandes unidades escolares, el Hotel de Turistas, el local de la Municipalidad y, por supuesto, su catedral, inaugurada en 1954. “Por mi patria doy mi vida y por Tarma mi corazón”, dijo alguna vez. Por ello, cada 26 de noviembre los tarmeños celebran el Día de la Gratitud.


A 120 años de su nacimiento, una radiografía de Manuel Odría, uno de los personajes más controvertidos de nuestra historia
—La carrera militar—
En 1914 Odría se trasladó a Lima con su familia. Ingresó a la Escuela Militar de Chorrillos, donde se graduó como espada de honor de su promoción en 1919. Su destacada carrera militar le valió ingresar a San Marcos, donde estudió Matemáticas, y al Estado Mayor Naval, que le otorgó un diplomado.
Siguió escalando posiciones hasta que llegó su momento de gloria, en 1941, cuando participó en la batalla de Zarumilla, triunfo clave de la guerra con Ecuador. Obtuvo el grado de coronel y pasó a dirigir la Escuela Superior de Guerra del Perú. Fue así que viajó a los Estados Unidos a capacitarse sobre lo más moderno de la industria bélica hasta que, en 1946, fue promovido a general de brigada. Luego, José Luis Bustamante y Rivero creyó conveniente darle el Ministerio de Gobierno y Policía. Nadie se imaginó que se convertiría en el golpista del gobierno que lo acogió.

—Una clásica dictadura—
De 1948 a 1956, durante el Ochenio, el Perú vivió, a su manera, los avatares de aquellas dictaduras de la Guerra Fría que apoyaba Washington, siempre y cuando garantizaran un dique al avance del “comunismo internacional”, sin que importen sus corruptelas o violaciones del orden institucional. Fueron los años de Leonidas Trujillo en República Dominicana, Fulgencio Batista en Cuba, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia o Marcos Pérez Jiménez en Venezuela.
Los intereses antagónicos de la oligarquía exportadora y del APRA se confabularon para liquidar los esfuerzos democráticos del gobierno de Bustamante y Rivero. Pero la victoria final fue de los primeros, quienes alentaron a Odría a conducir el golpe conservador del 27 de octubre de 1948 que se inició en la guarnición de Arequipa. El Perú regresaba a la ‘normalidad’, comentó el poeta Martín Adán.
Odría encabezó una Junta de Gobierno que debía convocar elecciones en 1950. Pero los comicios de ese año, acaso los más fraudulentos del siglo XX peruano, convirtieron al caudillo de esta “revolución restauradora” en candidato único. Así, el afortunado ganador gobernaría por seis años más con un Congreso decorativo, repleto de cortesanos.
A través de la Ley de Seguridad Interior, que suprimía o limitaba las libertades individuales, quedaron fuera de la ley los partidos de izquierda; además, daba amplio margen para amedrentar, recluir en prisión o exiliar políticos y periodistas opositores. El caso más simbólico de esta ‘aplanadora’ fue el asilo de Haya de la Torre en la Embajada de Colombia.
El trabajo sucio le fue encomendado a un oscuro personaje, Alejandro Esparza Zañartu, quien, desde el Ministerio de Gobierno, organizó una compleja red de soplones cuyo principal objetivo no solo era perseguir apristas y comunistas, sino también sofocar cualquier forma de protesta obrera y estudiantil en las calles.

—La excepcional coyuntura exportadora—
A diferencia de su antecesor, Bustamante y Rivero, al que le tocó una economía mundial en ruinas debido al fin de la guerra en 1945, a Odría se le alinearon las estrellas. Gracias a la reconstrucción de Europa y a la guerra de Corea se dispararon los precios de las materias primas. Solo hubo que enmendar la política económica, dictada en gran medida por Pedro Beltrán, presidente del BCR, que consistió en dejar libre la iniciativa privada y eliminar los controles. Así, se duplicaron las exportaciones, se pasó a un crecimiento anual de 6,5% y el ingreso por habitante se expandió 36%. Esto dio la imagen de una dictadura ‘exitosa’ que realizó un ambicioso programa de obras públicas que no se veía desde los tiempos de Leguía.
Bajo el lema “Salud, educación y trabajo” llegaron el Estadio Nacional, el Hospital del Empleado y los ministerios de Educación, Hacienda y Trabajo. Esas moles de cemento simbolizaron los tiempos de bonanza. Las políticas de salud quedaron a cargo del Servicio Cooperativo de Salud Pública, que se concentró en la selva para combatir enfermedades epidémicas y construir un hospital en Iquitos. Respecto a la educación, se estableció un programa orientado a modernizar el contenido de los cursos, elevar el salario de los maestros y construir colegios. Así nacieron las Grandes Unidades Escolares, cuya arquitectura evocaba un polémico modernismo (pues más parecían cuarteles militares), de donde salieron miles de jóvenes que aspiraron a la educación universitaria. Los obreros se vieron favorecidos con el salario dominical y los empleados con la creación del Seguro Social Obligatorio.

Se continuó con la política de vivienda social planificada en el régimen anterior. La Corporación Nacional de Vivienda (CNV) construyó, en Lima, tres “unidades vecinales” más: Matute (1952), El Rímac (1954) y Mirones (1955). Otros conjuntos habitacionales (llamados “agrupamientos”) estuvieron dirigidos a empleados públicos como Angamos, Miraflores, Alexander, San Eugenio, Hipólito Unanue y Barboncito. La CNV también ideó una serie de locales de vivienda temporal con servicios de esparcimiento para trabajadores; así nació el Centro Vacacional de Huampaní (1955). En provincias, se mandaron a construir 1.782 viviendas repartidas en Cusco, Ica, La Oroya, Tacna y Piura. En el Callao se construyeron dos agrupamientos, con poco más de 400 viviendas, y la gran unidad Santa Marina, con 1.010 departamentos. 

El Estadio Nacional, inaugurado en 1952, fue una de las obras emblemáticas del gobierno de Odría. También se construyó viviendas y colegios. (Archivo Histórico El Comercio)
—Corrupción y clientelismo populista—
La consolidación del sistema de ‘comisiones’ para asignar los contratos de obras públicas y otros negocios del Estado, según Bustamante y Rivero, fue la llave de la corrupción durante el Ochenio. Mientras el sector exportador hacía caja, un grupo de militares y empresarios, cercanos al dictador, hacían grandes negocios, sin ningún tipo de fiscalización, como en toda dictadura. El gasto en defensa, por ejemplo, creció ostensiblemente y generó jugosas primas.
La percepción del enriquecimiento ilícito  de Odría y sus amigos fue notoria. Se sabía que al presidente le gustaban los regalos, desde inmuebles hasta joyas. Todo el país se enteró, por ejemplo, de que el fundo Odría, en Monterrico, era la residencia que le obsequiaron sus ‘amigos’ en agradecimiento por sus favores.       
A este festín se sumó un agresivo plan de asistencia social dirigido a ganar el respaldo de la población migrante en Lima y otras ciudades. Un papel relevante en comprar, con dinero público, el favor popular le tocó a la esposa del dictador, María Delgado, que atendía necesidades de mujeres y niños en un abierto estilo populista. En una versión criolla de Eva Perón, la primera dama buscaba la adhesión incondicional a la figura de Odría, repartiendo artículos de primera necesidad en las nuevas barriadas. Su esposo, mientras tanto, permitía y ‘legalizaba’ la invasión de terrenos. Alfonso Quiroz calcula que se malgastó hasta el 47% del erario en este derroche de obras y dádivas, el 3,7% del PBI de entonces.

—El legado del odriismo—
La presión política y el desorden fiscal obligaron a Odría a dejar el poder en 1956, no sin antes querer pasar a la historia como el político que les dio el voto a las mujeres. Y la fortuna lo siguió acompañando. Consiguió que el siguiente gobierno, el de Manuel Prado, decidiera no investigar a su dictadura en aras de la ‘convivencia’ y la ‘paz’ políticas. Esto le permitió conservar su popularidad, fundar un partido político (Unión Nacional Odriísta), tentar dos veces la presidencia, intentar que su esposa sea elegida alcaldesa de Lima en 1963, y ser un participante activo de la política peruana.
En efecto, a diferencia de Leguía o Velasco, Odría gozó de más años de vida para administrar su legado político. Con el apoyo de la oligarquía, que vivió su segundo y último momento de felicidad desde los años de la República Aristocrática, el odriismo fundó la primera dictadura populista de derecha del Perú contemporáneo. De 1956 a 1968, fue clave en impedir, gracias a sus alianzas con el pradismo y el aprismo, que se impulsaran las reformas que, en democracia, debieron trastocar el orden oligárquico, y que explican el posterior golpe de Velasco.
Por último, debió ser un honor para Odría —que murió tranquilamente en su casa, en 1974— que una novela de nuestro premio Nobel, “Conversación en La Catedral”, retrate con maestría las entrañas de su tiranía.

Juan Luis Orrego
Historiador

http://elcomercio.pe/movil/eldominical/articulos-historicos/manuel-arturo-odria-dictador-afortunado-noticia-1947937

sábado, 28 de julio de 2018

El mito de José de San Martín, el soldado «andaluz» que apuñaló al Imperio español en América

Su experiencia militar en la península, donde combatió a los franceses durante la Guerra de Independencia, le legitimó para dirigir a los rebeldes contra el último bastión de España en Sudamérica, el Virreinato del Perú.
Las guerras de independencia en América las hicieron los descendientes de españoles, los criollos, que representaban en torno al 10 y 15% de la población. No los mestizos ni los indígenas, mayoría en el continente. Ellos se limitaron a derramar su sangre por ambos bandos. Los libertadores como José de San Martín descendían de la clase gobernante (su padre fue teniente de gobernador) y aspiraban a heredar los privilegios que acaparaban los peninsulares. La mayor parte de los criollos eran terratenientes y comerciantes, pero estaban apartados de los puestos de poder. El mismo perro pero con distinto collar, diría el refranero popular.

San Martín proclama la independencia del Perú en 1821., por Juan Lepiani
Un niño militar que se hizo libertador
José de San Martín nació en Yapeyú, hoy Argentina, el 25 de febrero de 1778, en el seno de una familia de tradición militar. El padre, un hidalgo español de clase media, ejerció como capitán y ayudante mayor de la Asamblea de Infantería de Buenos Aires hasta que, en 1774, fue nombrado teniente de gobernador del departamento de Yapeyú, una misión jesuítica a orillas del río Uruguay huérfana de poder tras la expulsión de la orden. Asimismo, la madre del libertador también era española y de familia destacada, Gregoria Matorras del Ser, prima hermana del gobernador y capitán general del Tucumán.
Precisamente dos de los cinco hijos del matrimonio, entre ellos José, nacieron estando destinado como teniente allí. Sus primeros compañeros de juegos fueron indios guaraníes. Si bien, el matrimonio se desplazó a España en abril de 1784, donde José iba a tomar contacto con el Ejército español que tanto amaba su padre.

El criollo comenzó sus estudios en el Real Seminario de Nobles de Madrid, un lugar de formación para los hijos de los nobles y los militares, aunque otras fuentes descartan que pasara por esta escuela de élite. Para entrar era necesario «constar ser hijosdalgo notorios según las leyes de Castilla, limpios de sangre y de oficios mecánicos por ambas líneas». De lo que no cabe duda es que el 21 de julio de 1789, a los once años de edad, José de San Martín comenzó su carrera militar como cadete en el Regimiento Murcia, a donde entró alegando ser hijo de un capitán. Su trayectoria militar se inició en los combates contra los moros en Melilla y Orán.
Cuando todavía era un joven soldado imberbe fue agregado a la batería de artillería del Capitán Luis Daoiz, más adelante uno de los héroes del Dos de Mayo en Madrid. Antes de la Guerra de Independencia, el joven criollo había luchado ya contra los franceses en los Pirineos y contra los portugueses en la Guerra de las Naranjas (1802). En una misión de reclutamiento fue herido gravemente por unos maleantes que intentaron quitarle una maleta con tres mil reales de vellón, importe de la milicia.
Todo ello sin olvidar su paso por la fragata Santa Dorotea, que formó escuadra en el Mediterráneo contra los corsarios berberiscos. Durante este periodo naval conoció en Tolón a Napoleón, al ser enviado en representación de «La Dorotea». El hecho de que el emperador le saludara influyó en la admiración que San Martín profesó siempre al corso como genio de la guerra.
En 1804, su ascenso a Capitán Segundo con 27 años, le obligó a cambiar de unidad. En el batallón de «Voluntarios de Campo Mayor», que se encontraba en Cádiz, conoció al general Francisco María Solano Ortiz de Rosas, Marqués del Socorro. Ambos eran americanos. Solano, hombre de ideas liberales, acogió con afecto y simpatía a su joven compatriota al que ayudó y aconsejó desde la experiencia. Y ambos compartían una visión pesimista sobre el futuro de España y su gobierno en los territorios americanos. Ambos notaban que la Madre patria se tambaleaba sobre sus pies.

La Rendición de Bailén- Museo del Prado
En medio de la invasión napoleónica, Solano murió durante un levantamiento popular contra la sede del Gobierno al ser acusado de connivencia con los franceses. San Martín, hombre de orden, intentó defender a su amigo y superior del tumulto, lo cual casi le cuesta también la vida. El desorden, fuera del color que fuera, desagradaba al riguroso criollo.
Los desastres que trajo la invasión francesa habrían de desviar la carrera militar de San Martín. La Junta Central de Gobierno, establecida contra el gobierno napoleónico, ascendió al criollo al cargo de Capitán primero en el regimiento del general Castaños, «la Caballería de Borbón». En esta unidad participó en la batalla de Bailén, el 19 de julio de 1808. La primera derrota importante de las tropas de Napoleón se tradujo para San Martín en un ascenso a teniente coronel de caballería el 11 de agosto de 1808.
También participó en la batalla de La Albuera, la brocha de oro a una trayectoria de dos décadas al servicio del Ejército español, a las órdenes del general inglés William Carr Beresford. Precisamente el carácter multinacional de las fuerzas antinapoleónicas le puso en contacto con los círculos liberales y revolucionarios británicos que tanto contribuirían a la independencia americana. Su larga estancia en Cádiz afianzó durante años esa mentalidad liberal.

La extraña salida del Ejército español
Los conatos de revolución que se produjeron en Caracas y Buenos Aires en 1810 le convencieron –o eso dicen sus biógrafos más permeables al mito– de que debía acudir a su tierra natal cuanto antes a tomar partido por los suyos. A decir verdad, el oficial español no tenía nada de americano, salvo el lugar de nacimiento. Los suyos eran los miembros del Ejército español. Había pasado su vida fuera del continente, su aspecto físico era europeo y su acento era marcadamente andaluz.
José de San Martín pidió la baja de las instituciones armadas españolas para atender «asuntos familiares en Lima», lo cual era mentira, y se convenció definitivamente de en qué bando quería estar cuando el inminente derrumbamiento del Imperio español los pillara a todos debajo. Él suyo era más bien un ensoñamiento liberal por encima de uno independentista.
Los criollos se organizaban. El 12 de septiembre de 1812 se casó en Buenos Aires con María de los Remedios Escalada, la hija adolescente de una poderosa familia de la aristocracia americana. Su familia era rica, prestigiosa y partidaria de la rebelión, lo que supuso un salto económico para José de San Martín, cuya única fortuna era la que había logrado acumular durante su carrera al servicio del Imperio español. De hecho, la familia de su mujer le llamaban «el soldadote» y a veces «el andaluz», porque tocaba la guitarra y hablaba al modo de aquella tierra.
En 1813, el andaluz se incorporó al ejército rebelde a la cabeza de un cuerpo de combate de élite, los Granaderos a Caballo, que se dio a conocer en su victoria en San Lorenzo, evitando el desembarco de un ejército realista. Sin duda, el talento y experiencia militar de alguien como San Martín iban a ser cruciales para derribar el último bastión del Imperio español en Sudamérica: la tierra sembrada por Pizarro.

El combate de San Lorenzo, de Julio Fernánez Villanueva- Instituto Nacional Sanmartiniano
Si bien en los virreinatos de Nueva Granada y de Río de la Plata los procesos independentistas tuvieron un éxito instantáneo, no ocurrió igual con el Virreinato del Perú, en otro tiempo la pieza clave del poder hispánico. La mayor presencia de peninsulares que en otros territorios, la escasa implantación del espíritu independentista y la capacidad de mando del virrey José de Abascal convirtió el lugar en una roca en el camino de los rebeldes. Con un ejército de unos 42.000 hombres, Abascal aplastó todo conato de rebelión tanto en Perú, Quito, el Alto Perú y la capitanía general de Chile. Para vencerle sería necesaria la acción conjunta de Bolívar y San Martín, así como el ingenio militar del veterano de Bailén.
El soldado «andaluz» aplicó sus conocimientos militar en zonas montañosas para orquestar un ataque sorpresa a Chile, y desde allí por mar al Bajo Perú. Esta campaña dio lugar el 12 de octubre de 1818 a la batalla de Chacabuco, que despejó el camino para llegar a Santiago de Chile tres días después. Aquella acción magistral, que le obligó a atravesar con su ejército los Andes, hizo que sus compañeros de armas e incluso rivales encendieran las comparaciones de San Martín con Napoleón y Aníbal. Porque a decir verdad San Martín fue un rival justo y nunca se mostró sanguinario con los españoles como sí parece que hizo Bolívar. Sus enemigos así se lo reconocieron.

¡O Bolívar o nada!
La cadena de victorias de San Martín llevaron al gobierno liberal establecido durante el Trienio Liberal en España a negociar una paz con los rebeldes hispanoamericanos. Sin embargo, al romperse las conversaciones, el libertador reanudó la lucha armada y ocupó Lima el 6 de julio de 1821 con el título de Protector. Expulsó a miles de españoles notoriamente contrarios a la independencia y confiscó sus bienes.
A nivel político estableció la libertad de comercio y la libertad de imprenta, pero no permitió otro culto religioso que el católico. El Libertador esperaba durante su protectorado poder completar la independencia del territorio nacional y preparar el camino para la instauración de un régimen monárquico constitucional, lo que ha llevado a algunos a sostener que el gobierno de San Martín fue una dictadura.
El tipo de Estado que debía instaurarse en el Perú generó una brecha entre los partidarios de una monarquía y los de una república. Para los monárquicos como San Martín, la república no era la forma de gobierno más conveniente para el Perú debido a la gran extensión de su territorio y a la poca educación de las masas del país. Él mejor que nadie sabía lo salvaje que podía ser un pueblo en caso de anarquía, y es por eso que pretendía para Perú un reino dirigido preferentemente por un Príncipe europeo, Infante de Castilla a poder ser. Una vieja idea que los propios Borbones habían sopesado en el pasado: una suerte de reinos hispánicos dirigidos por los miembros de la dinastía.
No en vano, la forma de gobierno del Perú y del resto de los nuevos estados que estaban surgiendo fue uno de los temas tratados por San Martín y Simón Bolívar, el gran líder de la Corriente Libertadora del Norte, durante su reunión en Guayaquil del 26 de julio de 1822. En esta reunión Bolívar no quedó muy convencido de que San Martín fuera partidario de una república democrática. José Acedo Castilla considera en su estudio «La actuación política del general» que San Martín creía que «llevar al Gobierno a los más incultos y darles preponderancia, era un desastre político».
El propio Bolívar sostenía que el libertador del Perú «no creía en la democracia, estando convencido de que aquellos países no podían ser regidos más que por Gobiernos vigorosos, que impusieran el cumplimiento de la Ley, ya que cuando los hombres no la obedecen voluntariamente, no queda más arbitrio que la fuerza». En definitiva, San Martín fue un producto de las ideas liberales de su tiempo: un liberal constitucionalista, que concebía el Gobierno en manos fuertes y limpias y «no entregado a la ignorancia, la envidia, el rencor y los deseos de lucro de ciertas gentes». La educación debía venir antes que la democracia.
Cuando San Martín le ofreció el liderazgo de la campaña libertadora en el Perú, Bolívar le dio a entender que solo lo aceptaría si él se retiraba del Perú. ¡O Bolívar o nada!

Un exilio voluntario y nostalgia de España
A su regreso a Lima, San Martín tuvo claro que debía dejar el camino libre a Bolívar. Su tiempo como libertador, ahora que su faceta militar no se necesitaba, llegaba a su fin. Este plan se aceleró cuando a su vuelta supo que los limeños habían capturado y expulsado a Bernardo Monteagudo, su mano derecha en el gobierno y otro defensor de la monarquía. A duras penas el argentino logró reunir al Primer Congreso Constituyente, que desde el comienzo estuvo controlado por los liberales republicanos. El mismo día de su instalación (20 de setiembre de 1822) San Martín presentó su renuncia irrevocable a todos los cargos públicos que ejercía.
Con los españoles todavía controlando algunas provincias, Perú necesitaba las tropas de Bolívar si quería llevar a puerto el proceso de independencia. Sus palabras de despedida tuvieron ese aire trágico tan característico de los héroes traicionados: «La presencia de un militar afortunado, por más desprendimiento que tenga es temible a los Estados que de nuevo se constituyen. Por otra parte, ya estoy aburrido de oír que quiero hacerme soberano. Sin embargo, siempre estaré pronto a hacer el último sacrificio por la libertad del país, pero en clase de simple particular y no más».

Entrevista de Guayaquil entre José de San Martín y Simón Bolívar.
De Perú pidió permiso para reencontrarse en Buenos Aires con su esposa, que estaba gravemente enferma. Pero al tardar tanto en llegar, entre retrasos auspiciados por sus enemigos, su mujer ya había fallecido el 3 de agosto de 1823. A principios del siguiente año partió hacia el puerto de El Havre (Francia). Tenía 45 años y a su espalda dejaba sus cargos de generalísimo del Perú, capitán general de la República de Chile y general de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Visitó de forma breve Inglaterra, Italia y otros países europeos hasta establecerse definitivamente en Francia, donde viviría hasta su muerte en 1850. En su largo exilio europeo, San Martín recordó con nostalgia su tiempo vivido en España y esquivó los apuros económicos solo por la asistencia de un amigo suyo acaudalado, el español Alejandro Aguado.
En el año 1828 amagó con volver a América, e incluso se embarcó con este propósito, pero prefirió en última instancia quedarse al margen de las luchas intestinas que sucedieron el poder español en el continente. Buenos Aires se consumía durante una guerra civil en la que él estaba prevenido de no meterse. No fue hasta 1880 cuando sus restos pudieron ser repatriados y trasladados a la República de Argentina. Ahora sí, el mito estaba lo bastante maduro.

FUENTE:http://www.abc.es/historia/

domingo, 15 de julio de 2018

Reflexión sobre la enseñanza de la historia en el Perú

Por: Eddy Romero Meza


No se ha reparado del todo en como la reforma educativa de los años 90s afectó la ya deficiente enseñanza de la historia. La devaluada educación pública heredada de los 80s, experimentó un cambio, no necesariamente para mejor. El cambio de un currículo basado en asignaturas a uno centrado en áreas, significó la desaparición de cursos de estructura autónoma como historia del Perú, historia universal, geografía, economía, etc., y la reunión de todos estos bajo la denominación de área de ciencias sociales. Todo bajo la idea de buscar la integración de los conocimientos para lograr una comprensión más completa de la realidad social. La multidisciplinariedad y la interdisciplinariedad como aspiración de trabajo en las aulas escolares. Bajo el pretexto de un enfoque constructivista, se declaraba la guerra a todo lo “tradicional”, y en nombre de ello se asesinaba la independencia de las disciplinas de enseñanza.


Un trabajo marginal y poco difundido fue el del profesor Carlos Barriga (ex decano de la Facultad de Educación de la UNMSM), donde explicaba el valor de un currículo por asignaturas, pues respeta la organización del conocimiento por especialidades, dominio básico para cualquier intento interdisciplinario. El currículo por áreas respondía a la creencia de que los “saberes parcelados” (asignaturas) correspondían al pasado y no al presente; y que se ajustaba mejor a los desafíos del futuro (el conocimiento y trabajo interdisciplinario). Lo cierto es que, no existe ninguna experiencia en el mundo de conocimiento interdisciplinario, sin antes aproximarse a los conceptos o fundamentos básicos de algunas especialidades por separado.

Además, como denunciara la especialista en psicología educativa y constructivismo, Susana Frisancho (docente investigadora de la PUCP), era sorprendente como los especialistas técnicos del Ministerio de Educación, se referían con cierto desdén a lo cognitivo: “un aprendizaje basado en la experiencia, antes que en lo cognitivista”. O sea, la experiencia como elemento propiciador de aprendizajes significativos, y lo cognitivista entendido como meros procesos formales de la mente. En el caso particular de la historia, la asignatura era reducida a un espacio memorístico, necesario de ser abortado en nombre de un futuro donde además los docentes también desaparecerían, pues su rol tradicional cambiaría. Ahora su destino seria convertirse en un “facilitador”, “mediador” o “intermediario” entre los estudiantes y la construcción autónoma de los saberes. Un constructivismo simplificado o deficientemente entendido por los técnicos del Minedu, donde un docente constructivista era contrapuesto a uno simplemente “cognitivista”. Los verdaderos conocedores del tema saben que el constructivismo involucra una amplia comprensión y aprovechamiento de los procesos cognitivos del estudiante, pues son estos en los que se fundamenta todo aprendizaje humano. La memoria además resulta un componente fundamental, jamás descartable.

El desenlace de las reformas de los años noventas, ha sido el de un área de ciencias sociales, donde los docentes se hacen cargo de cuatro o cinco asignaturas reunidas en un solo curso, con mucho menor tiempo disponible que en el pasado. Los docentes del área, de manera resignada, se limitan a dedicar un bimestre de enseñanza a cada vieja asignatura (historia del Perú, historia universal, geografía, economía). Cabe destacar que un bimestre está constituido básicamente por unas 8 o 10 clases o sesiones de aprendizaje, por cada área. Asumiendo claro la asistencia puntual del docente a cada clase, o la no interrupción de clases por cualquier motivo (huelgas, aniversarios, actividades diversas).

La situación del curso de historia como se ve es notoriamente precaria. Primero por su inexistencia como tal, y segundo por los pocos o nulos visos de cambio al respecto. El esfuerzo de los docentes, es la única respuesta ante un planteamiento curricular ideal antes que realista. Bueno, los técnicos a cargo de estos cambios jamás pisan las aulas, o han sostenido un curso completo de enseñanza, bajo las mismas condiciones de la mayor parte de docentes del país.

Los egresados de las facultades de educación e institutos pedagógicos de los últimos 20 años, han sido formados en modelos de enseñanza inspirados en un constructivismo pesimamente entendido, y con un bajísimo dominio de contenidos (manejo de conocimientos del área a enseñarse). La teoría pedagógica desborda los cursos de formación del profesorado, descuidando el correcto manejo de los contenidos de enseñanza. No hay buen maestro, donde forma y fondo no se complementen y exista cierto equilibrio (pericia en la enseñanza y dominio de los contenidos del curso). Este último punto es un tema poco referido a la hora de denunciar la crisis de la educación peruana. Las capacitaciones auspiciadas por el ministerio solo se enfocan en aspectos como didáctica y evaluación, pero hacen poco o nada para garantizar un docente con suficiencia en el manejo de su curso, a nivel de contenidos.

No hay duda de que el memorismo ha sido uno de los males de la enseñanza de la historia. Pero en nombre de ello, se ha pretendido borrar la historia como disciplina de estudios e insertarla en una improbable área de enseñanza, donde no se logra ni la interdisciplinariedad, ni el conocimiento de conceptos básicos de la especialidad de historia (cambio, continuidad, procesos, coyuntura, estructuras, acontecimiento, etc.).

La enseñanza de la historia enfrenta diferentes problemas y desafíos, no solo en aspectos curriculares; también están los de la deficiente formación de los docentes, la brecha entre la historia académica y la historia escolar, las dificultades de comprensión lectora de los alumnos, el poco estímulo familiar y social en torno a la reflexión sobre temas del pasado y sus implicancias presentes, la poca difusión de la lectura como hábito temprano. Finalmente, la casi inexistente investigación en temas de didáctica de la historia y ciencias sociales en general en nuestro medio.

El creciente arrinconamiento de la enseñanza de las ciencias sociales y humanidades es un fenómeno mundial, y empezó por la eliminación de la enseñanza de la filosofía. Quién sabe, tal vez le toque pronto a la historia, si es que ya no fue hecho, en cierto modo.

Fuente: lamula.pe